Querido maestro:
Hoy le escribo para darle las gracias por su paciencia conmigo cuando aprendí a trazar y leer las primeras letras; por su pericia para enseñarme la numeración y las cuatro reglas de cálculo; por su empeño en iniciarme en el razonamiento de los problemas; por el gusto que promovió en mi por la lectura y, sobre todo, por su vehemencia en impulsarnos -a mí y a mis compañeros- a ser buenas personas y hombres de provecho el día de mañana.
Hoy le escribo, Don Eduardo, para celebrar su vocación, su profesionalidad y su sencilla humanidad. También para celebrar que tuve la suerte de caer bajo su magisterio.
Le gustará saber que, cuando fui mayor, estudié en la universidad, que decidí dedicarme a la enseñanza y que empecé haciéndolo con niños y niñas con necesidades educativas especiales (asociadas a déficit cognitivo, auditivo, visual, motórico...). De ellos, de sus familias y de muchos de mis compañeros aprendí que la inclusión educativa es, ante todo, un loable proyecto de humanización y justicia social. También que, por muy grandes que fuesen las necesidades de nuestros alumnos, ellos no tenían ningún problema sino que lo teníamos sus maestros y la Administración Educativa que debíamos atenderlos dándoles la respuesta a la que ellos tenían derecho.
Después he seguido trabajando en la escuela pero en el ámbito de la enseñanza ordinaria que, afortunadamente, también lo es ya de aquellos alumnos a los que yo enseñaba antes. Mi nuevo sentimiento de maestro tutor me ha colmado de alegría, de emoción y también de una hermosa responsabilidad que no me pesa ningún día sino que me anima a seguir mejorando mi práctica docente.
Le escribo esto, querido maestro, por ver cómo se alegra de que haya seguido -con mis limitaciones y mis errores- sus pasos, sus consejos y su ejemplo, y también para que vea cómo estoy empeñado en que Usted se sienta orgulloso de mi empeño.
Reciba un abrazo de su agradecido alumno José.